Lo que voy a decir ahora no es ningún secreto. Ya se lo he comentado a mucha gente, pero ahora que mis palabras nadan en el ciberespacio, esto es una confesión en toda regla. Ahí va: no me gusta Bruce Springsteen. Y mira que lo he intentado.
El que fue llamado salvador del rock 'n' roll, el tipo por el que las revistas especializadas babean sin cesar por discos como Born to Run, Born in the U.S.A. o The Wild, the Innocent and the E Street Shuffle (el culpable de toda esta perorata), El Jefe, con mayúscula, siempre me ha parecido bastante coñazo, con perdón. Qué queréis que os diga. Excepto contadísimas excepciones, ninguna de sus canciones me ha llegado. Ninguna me ha gustado lo suficiente para o picar mi curiosidad, para seguir investigando y escuchando sus álbumes. Sus trabajos más celebrados me parecen correctos, sus composiciones me parecen, en muchos casos, notables. ¿Qué falla, pues? Pues esa producción tan mainstream, esa horrible producción limpia y aséptica que elimina toda traza de la sensación de peligro que se supone debe hacerte sentir un buen disco de rock.