El de la pasada noche en El Sol fue, para mí, uno de los bolos más esperados de los últimos tiempos: Jason & The Scorchers están de vuelta al ruedo. Y dejaron claro que quien tuvo retuvo: siguen dejándose la piel sobre las tablas. Lo de que el tiempo no pasa en balde no parece aplicarse a los de Nashville, sólo en las arrugas de sus rostros son visibles los más de diez años que han pasado desde que entregaron su último disco de estudio Clear Impetous Morning (1996). Incontestables en el escenario, el concierto avanzó como un auténtico vendaval dirigido por Jason Ringenberg, quien ejerció de carismático maestro de ceremonias. Se ha repetido hasta la saciedad, pero no es menos cierto: el talludo cantante aúna la elegancia de Hank Williams con los delirantes espasmos de Iggy Pop, o quizá, John Lydon. Y a su lado el exquisito prestidigitador de la Telecaster Warner E. Hodges, anoche realmente inspirado y tocado por la mano de los dioses (Richard-Young-Hendrix), jefe absoluto de un estilo que prácticamente ha inventado él.
Además, los Scorchers vuelven con discazo. No es esta una reunión de abuelos cebolleta que entregan, como pobre excusa, un disco en el que dilapidan su reputación pretérita. No. Los Scorchers han irrumpido con alardes, como forajidos abatiendo las puertas de un saloon de mala muerte, con un nuevo disco bajo el brazo, Halcyon Times, que se deja comparar, sin rubor y sin desmerecer, con lo más granado de su discografía de los ochenta.